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Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia)


Título original: Birdman or (The Unexpected Virtue of Ignorance)

Dirección: Alejandro González Iñárritu

Guion: Alejandro González Iñárritu, Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris, Armando Bo

Año: 2014

País: Estados Unidos

Duración: 118 min.

Música: Antonio Sánchez

Fotografía: Emmanuel Lubezki

Reparto: Michael Keaton, Emma Stone, Edward Norton, Zach Galifianakis, Naomi Watts,Amy Ryan, Andrea Riseborough, Lindsay Duncan, Merritt Wever, Joel Garland,Natalie Gold, Clark Middleton, Bill Camp, Teena Byrd, Anna Hardwick,Stefano Villabona

Productora: Fox Searchlight Pictures / New Regency Pictures

Género: Comedia. Sátira.

Web oficial: http://www.foxsearchlight.com/birdman/

Sinopsis: Después de hacerse famoso interpretando en el cine a un célebre superhéroe, la estrella Riggan Thomson (Michael Keaton) trata de darle un nuevo rumbo a su vida, luchando contra su ego, recuperando a su familia y preparándose para el estreno de una obra teatral en Broadway que le reafirme en su prestigio profesional como actor.


PELICULA ;)


Birdman es, a contra de muchos intelectualismos, una gran película. Es un sentido y bello homenaje a la ficción en todo, a la ausencia de realidad dura que tanto le había gustado a Iñárritu. Como él mismo dijo, es un postre después de tantas enchiladas. Podríamos hablar aquí de la foto espectacular, la dirección compleja y precisa; podría tratar de las actuaciones impecables, de Norton sin límites, de Keaton sutil y perfecto en el papel, de Emma Stone atractiva como nunca y, Galifianakis, como siempre, exacto. Pero en esta historia tan peculiar, tan original y extraña, lo que más me intriga es la nostalgia de siglos pasados en una crítica a los superhéroes actuales. Esta película es síntoma contemporáneo pero con gusto por el teatro barroco. Aquí hay temas tremendamente actuales tratados con problemas que planteó Shakespeare, Calderón, o Corneille. Con todo, esto queda como una obra muy peculiar, homenaje y originalidad desbordada, rareza y banalidad. Así que esta reseña va a tomar la forma de un comentario muy libre, de una reflexión sobre lo que me queda de esta extraña experiencia fílmica. Y claro, esta es una interpretación que, de miedo a quedarse sola, pide sus comentarios y lecturas.

¿De qué hablamos cuando hablamos de Riggan Thomson?

Birdman es la historia de una crisis nerviosa, emocional, mental; la historia de un hombre con hambre de trascendencia que quiere escapar de un añejo rol como actor de blockbusters hollywoodenses de verano. Y lo intenta con toda la intención de verse como artista; o, mejor dicho, que lo reconozcan como artista. Hasta ese momento, Riggan Thomson (Michael Keaton) no era más que el tipo que se disfrazada de pájaro y derrotaba villanos: celebridad no es sinónimo de actor. O eso le quieren decir; y eso empieza a creer. Porque, en verdad, todos juegan su papel: el productor produce, miente, pretende, manipula; las actrices lloran sus inseguridades y esa profusión sexual por sobrada emoción sin rienda; los espectadores le aplauden a un hombre que se vuela la nariz con una 45 en el escenario (tema ya tratado genialmente por South Park con la crucifixión de Britney Spears); los críticos critican. Y ahí se cruza el personaje pivote, el que sale del esquema, el que muestra la fragilidad del mundo como teatro y el teatro como mundo: Mike Shiner (Edward Norton) que sólo puede ser él mismo en el escenario; sólo ahí siente erecciones sinceras; sólo ahí sus miedos y las verdaderas borracheras transparentes. Este personaje es un hombre de teatro completo, que vive siendo él en el escenario y un fraude en la vida social que lo obliga a sobreactuarse.


Toda la voluntad de Thomson se encamina hacia el mismo objetivo del reconocimiento futuro. Para lograrlo, tiene que comenzar a actuar de cierta forma fuera del cine, fuera del teatro. Se tiene que publicitar como creador literario, tiene que adentrarse a los meollos de Broadway, a las cabezas grises juiciosas de lo artístico; tiene que alejarse de sus viejo espectadores, aquellos que van disfrazados de su personaje a las convenciones de cómics; tiene que discutir con periodistas sobre teoría literaria y con los críticos sobre estructura; finalmente, tiene que pasar de ser una celebridad palomitera a representar un intelectual completo.


Y el vínculo entre estos dos mundos está en una servilleta, seca ya, pero que sostuvo, en algún momento, el sudor de una copa con ginebra. La copa, claro, de Raymond Carver. Tremendo escritor americano contemporáneo, figura central en el regreso, con minimalismo explosivo, del cuento corto a la literatura del gabacho. En todo caso, Thomson justifica su nueva pretensión de intelectual con una servilleta firmada por Carver en la que el autor lo felicita por una actuación de secundaria. Es por esa servilleta, según él mismo cuenta, que Thomson decide dedicarse a la actuación.


Años después, despojado de un traje de pájaro, se siente una parodia de sí mismo, una celebridad acabada, una sombra de actor. Y la revalidación pasa por regresar a los orígenes, agradecer la servilleta de coctel y adaptar para Broadway What we Talk About When we Talk About Love (De qué hablamos cuando hablamos de amor). Cuento corto incluido en la recopilación con el mismo título, muestra insigne del trabajo de Carver con su narración depurada, el crudo diálogo ebrio entre personajes, temas de amor, suicidio, pretensiones, y un final tan inesperado como ambiguo. Claro, aquí la cosa se pone sabrosa: ¿monta Thomson esta obra sólo para cambiar la percepción que de él se tiene? ¿Quiere ser considerado como un verdadero artista? ¿Es la literatura y el teatro lo culturamente valioso frente a Iron Man 3 o, para no ser tan manchado, Guardians of the Galaxy? ¿Para crear arte se tiene que sufrir, sangrar, morir? ¿Acaso la diversión es menos importante que la profundidad solemne?


Lilas sin perfume, cometas y medusas muertas

Iñárritu, con todo esto, parece regresar su visión sobre el mundo que lo rodea y su propio ego como artista. Esta película –a más no poder contemporánea– es un despliegue completo de autoreflexión, autoparodia, y autocompasión sin lloriqueadas. Aquí se cuenta la historia del azote moderno del artista entre la atención de las masas, la oleada de retwitts, los gustos de Facebook y los géneros académicos, a consideración de unos pocos elegidos, la madera de la que se talla alta cultura y un lugar en los anales de la gran imaginación humana. Porque todo eso es circo y así lo critica Iñárritu: la pretensión nos vuelve locos cuando queremos ser trascendentes, el ego está creciendo, discreto o fuera de sí, en la forma en que queremos que nos recuerden. Y por eso esta película cae exacto en el momento en que vivimos la explosión sin precedentes de películas de superhéroes. Nos podemos burlar todo lo que queramos del público palomitero –en el que me incluyo– que disfruta de las grandes películas de acción y ciencia ficción; pero no hay una verdadera separación, como se quiere hacer creer, entre adorar a un autor atormentado de profunda experiencia teatral, y adorar a un superhéroe en la pantalla.


Al final todo acaba en lo mismo: el autor consagrado, lleno de mitos alrededor de su vida y de su muerte –Dylan Thomas suicidándose con cuarenta tragos de Whiskey o Genet acostándose con jóvenes criminales–, es tan ficticio como Iron Man y Thor, tan creado y digno de memoria. Estas figuras son tan queridas por la leyenda que de ellos se hace. Y Thomson entiende eso es su desquicie. Comprende que puede cambiar la forma en que será recordado. Y prefiere ser más Michael Jackson y menos Farah Fawcett.


El personaje de Michael Keaton quiere pasar a la historia como algo más que una respuesta en cartita de trivia: quiere ser relevante en los olimpos de la cultura. Se crea así otro personaje, otro mito, otra leyenda: de Birdman pasa a ser el autor atormentado que intenta suicidarse en vivo y en directo. Sin quererlo, Thomson se da cuenta que todo está en cómo lo perciben y que las cosas, de nuevo, no son como son, sino como se dice que son. Atrapado en una representación o en otra, consigue al mismo tiempo su objetivo de trascendencia y ve la decepción al encontrarlo: nada cambia, todo es igual para un mundo que es otro escenario.


Y claro, va esto enmarcado por una película que quiere mostrarse como fabricación. Todo se extiende en una larga toma continua –truqueada y maravillosamente lograda por el tremendo “Chivo” Lubeski– que balconea inmediatamente el carácter construido de la obra. Nada de realismos, de borrar al cineasta atrás de las imágenes: antes de que empiece la película y cuando ocurre el corte final, se oye la voz de Iñárritu dando direcciones en español; de fondo, en el Times Square de Manhattan se oye la típica grabación chilanga de los tamales oaxaqueños; la genial pista sonora de batería se encuentra de pronto con un baterista en pantalla, en la calle; las referencias barrocas de escenarios dentro del escenario se multiplican. Porque ahí está todo el asunto: la vida es sueño, el mundo es escenario, todo es representación. La película queda libre de mostrarse como fabricación porque todo es fabricación y en eso, nada tiene verdadero, único, sentido. Y ahí está insertado, en boca de un vagabundo neoyorquino que confunde la calle y el tablón, el famoso pasaje de Macbeth:


La vida es solo una sombra ambulante, un pobre jugador // Que se pavonea y se pasa la hora en el escenario // Y luego no se oye más: es un cuento // Contado por un idiota, lleno de sonido y furia, // Significando nada.


Todo en la película acaba respondiéndose: Keaton y las referencias a Batman, la construcción balconeada, truqueada, señalada en la falsedad de una toma única, la voz de Iñárritu, las referencias literarias y, finalmente, dentro de la trama, el cuento de Carver. En What we Talk About When we Talk About Love (De qué hablamos cuando hablamos de amor), el personaje de Mel, –un doctor algo antipático y ya francamente ebrio– le dice a su esposa y a sus amigos que él, en realidad, hubiera querido ser caballero andante: armadura, combates y una gloriosa muerte en nombre del amor. Mel sueña con ser un superhéroe medieval, mientras que Thomson, que lo interpreta en la obra dentro de la obra, sueña con dejar de ser un superhéroe. Y los dos terminan cayendo en su propia fantasía: ser doctor es ya tener un personaje, es ya creerse paladín; ser autor de alta cultura es tanto un mito como ser un hombre en disfraz de pájaro acabando con villanos. Todo esto dicho sin moralina y con el más típicamente mexicano humor negro: mientras nos tiran rosas nos cansamos de pedir otra flor; y cuando, al fin, nos dan lilas, ya no podemos olerlas. Thomson se descubre de pronto como la ficción que es, así se asume y logra salir volando por la ventana: se da cuenta de que él mismo es un personaje, que todo lo que buscó era una farsa –sin desesperación- y que nos quemamos en el camino de nuestras representaciones como cometas yendo al suelo.


La película es un azote divertido donde la profundidad se da como juego: el mundo crudo y opresivo de sus cintas anteriores cede lugar a la ficción y sus glorias. Es una realización impecable que se asocia de todas las maneras posibles con la idea que transmite; es una película tremendamente autoconsciente y que, al mismo tiempo, se burla de sus pretensiones. No queda mucho que decir, así fue mi interpretación y mi gusto: vivimos en un mundo de superhéroes en donde todo se deifica, en donde a todo se le construye altar. Pues bueno, ahora entre mis propios altares, queda un buen nicho cariñoso para esta virtuosa ignorancia.


Por: Nicolas Ruíz, 2014 (tomado de: https://bit.ly/2HxjTbt)

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